La luz de la mañana, que se cuela entre los pliegues de las opacas cortinas, nos despierta. Fuera está nevando suavemente, tanto que dudo si es una plantación de algodón cercana la que está produciendo tal efecto.
Bien abrigaditos nos disponemos a salir hacia las Waterlands en busca de aventura.
Por el camino a la Estación Central nos detenemos en el mercado de las flores (bloemenmarkt) del canal Singel, donde recorremos los puestos de bulbos, flores y semillas entre el bullicio matutino.
Puesto de flores en bloemenmarkt
Tras recorrer tan florido mercado, llegamos a la estación, que se encuentra en obras, lo que hace que tengamos que coger un ferry y un autobús (ambos gratuitos) hasta la marquesina desde la que parten los autobuses a la región de Waterlands. Así, adormilados por el traqueteo y la agradable temperatura del autobús, contemplamos maravillados los campos que se extienden hasta el infinito, mucho más allá del horizonte, hasta llegar a Edam.
Edam es un pueblo encantador. Un caminito arbolado nos lleva de la estación de autobuses al centro. Las casas, algunas de ellas cumpliendo la función de pequeños hoteles, invitan a quedarse allí con lo puesto, sin ningún cuidado del tiempo.
Casitas al borde de un canal en Edam
Caminando, encontramos un singular café. Su decoración, acogedora a la par que algo kitsch, invita a sentarse a ver la vida pasar con una taza de té entre las manos. Por mi parte, dedico el tiempo a abstraerme de la conversación de la mesa de atrás mientas escribo unas líneas en mi cuaderno. Armando, mientras tanto, disfruta de su nueva pasión: la fotografía.
Con ganas de seguir explorando, dejamos nuestro refugio y salimos a la calle. Los rayos de sol que iluminan las empedradas calles invitan a pasear. Así, cruzamos puentes y canales y llegamos a un río semi-helado que nos hace plantearnos la temperatura a la que estamos expuestos. Patos y cisnes parecen divertirse sobre una improvisada pista de patinaje.
Nos perdemos entre casas de colores que parecen querer hacer aún más luminosas las calles y un ataque de tos de Armando nos indica que debemos parar a comer algo caliente que nos proteja del frío. Entramos en un eetcafe regentado por una amable pareja, que nos sirve un ewrtensoep y un par de cervezas. El bar, con decoración antigua, resulta de lo más acogedor. Unas ventanas no demasiado grandes, ni tampoco demasiado pequeñas, permiten que la luz del sol ilumine nuestra mesa. Mientras tanto, unos señores, al fondo, juegan al billar francés. Dirigiendo la mirada hacia el techo, observamos que el friso está decorado con cientos de abrebotellas de diferentes tamaños, formas y colores.
Aunque la música, animada, nos invita a quedarnos un rato más, apuramos nuestras cervezas y decidimos continuar con nuestra expedición.
Regresamos a la estación, donde por suerte, nuestro autobús está parado en la marquesina. Así, llegamos a nuestra siguiente parada: el pueblo pesquero de Volendam. Paseamos por un mercadillo al aire libre hasta llegar al puerto, que en nuestra imaginación, tal vez porque habíamos recreado una escena más bien estival, era infinitamente más bonito. Debido al viento helador que trae la apertura al mar, decidimos no cruzar al puerto de Marken y continuamos paseando por zonas más resguardadas de Volendam, donde tras hacer unas cuantas fotografías, no encontramos mucho más que investigar y nos dirigimos de nuevo a la parada del autobús para poner rumbo a Broeck in Waterland.
Barcos amarrados en el puerto de Volendam
Broeck es un pueblecito de preciosas casas que invita al viajero a perderse entre sus calles. El trinar de los pájaros como único sonido perceptible, las calles apenas transitadas y el paisaje, junto con el sol del atardecer, convierten este lugar en el destino perfecto para perderse, olvidarse de todo y observar el devenir de la vida holandesa a través de los jardines de las casas, con esas ventanas abiertas al mundo, siempre desnudas de cualquier cortinaje.
Lago en Broeck in Waterland
Un lago que se pierde en el horizonte crea una amalgama de colores al unirse con el fuego del sol que se esconde. El frío comienza a hacer estragos y cuando ya hemos exprimido cada rincón del pueblo, decidimos regresar a Amsterdam. Como aún queda largo rato para que llegue el autobús, entramos en una cafetería, donde tomamos un café caliente. Sentados en la barra nos sentimos parte del vecindario y hacemos bromas con el dueño del local.
Mientras nos reponemos del frío, comentamos lo abierto de las gentes de Holanda, que al entrar en un bar te sonríen y saludan como si fueras de allí. Apuramos los últimos sorbos de café rodeados de tenues luces, holandeses charlando animadamente y experimentando ese gezelligheid en el que el tiempo y las preocupaciones quedan al margen.
Regresamos a la marquesina para tomar el autobús y, en un momento, llegamos a Amsterdam. Como ya habíamos hecho la noche anterior, ponemos la nota discordante al apacible día entre pueblos y molinos, adentrándonos en las calles del Barrio Rojo y empapándonos de su ambiente hedonista.
Cuando empezamos a notar como el cansancio hace mella en nuestras piernas, ponemos rumbo al hotel, desviándonos, curiosos, de la línea recta que nos lleva al placer de una cena y la cama.
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