Hoy es el último día en Tailandia, pues nuestro vuelo dirección Barajas sale a medianoche. Dedicamos la mañana al parque Lumphini, justo enfrente del hotel. El parque Lumphini es un parque inmenso con varios estanques. Pasamos tranquilamente sacando miles de fotografías, también nos cruzamos con un lagarto que accede a posar un rato para nosotros hasta que se cansa de las fotos y echa a correr.
Cuando terminamos de ver el parque vamos al hotel a darnos un baño en la piscina y dejar la habitación recogida. Descansamos en las hamacas de la piscina y cuando se empieza a hacer tarde subimos a darnos una ducha y recoger el equipaje, que dejamos en el lobby para que nos lo custodien mientras salimos a comprar algún regalito más.
Vamos al centro comercial Siam Parangon, pero es caro y decidimos ir a dar una vuelta y comer antes de que abran el mercado nocturno, pues con suerte nos daría tiempo a encontrar algún puesto abierto antes de ir al hotel a esperar el transfer para el aeropuerto.
Como nos lo habían recomendado y yo tenía muchas ganas de ir, vamos al Mango Tree. Armando pide solomillo y yo, para variar, Pad Thai. Tomamos un postre de mango delicioso, merece la pena volver a este restaurante solamente por eso. Eso sí, tardan bastante en servirnos y aunque la comida está muy buena, el coste de la comida es muy elevado en relación calidad-precio.
Llenos de tanta comida salimos del restaurante y vamos a pasear. A estas alturas ya somos unos auténticos expertos en cruzar las calles a pesar del caos de coches y motos, negociar tuk tuks e identificar “cazaturistas”.
Disfrutando de una última Singha
Tras el paseo vespertino y, ya con poco tiempo, hacemos nuestra última incursión en el mercado nocturno y compramos los últimos detalles. Vemos caer, por última vez, la noche en Bangkok y con un nudo en la garganta vamos corriendo al hotel. Guardamos las últimas compras en las maletas, nos damos una última ducha en el gimnasio (del que no hicimos uso en toda la estancia) y cuando llegamos al lobby ya nos están esperando. Atravesamos Bangkok en furgoneta con aire acondicionado, ya ajenos al olor y el calor de sus calles, aunque habían quedado grabadas a fuego en nuestra piel y observando por última vez el tintineo de las luces, que parecían moverse al frenético ritmo de la noche en la ciudad.
En el aeropuerto facturamos sin el temido sobrepeso, pasamos los controles y esperamos tranquilamente a nuestro vuelo. Una última y descafeinada cena en el Mango Tree del aeropuerto Suvarnabhumi nos deja patente que el viaje toca a su fin.
Cuando despertamos, de nuevo cubiertos por la manta morada, creemos que todo ha sido un sueño. Hasta que nos fijamos, esbozando una sonrisa, en las pulseras naranjas que rodean nuestras muñecas.