Hacía tiempo que tenía este título en mi lista de «pendientes» porque alguien, aunque no recuedo quién, me lo había recomendado. Tengo la costumbre de leer toda novela que pasa por mis manos. Aunque en un principio el argumento no me absorba, confío en su capacidad para atraparme hasta la última página.
En este caso ha sido su autor, Khaled Hosseini, quien con una excelente habilidad descriptiva me ha dado la oportunidad de entrar en la historia, de sentarme bajo el mismo granado que Amir, su protagonista, de mirar a los ojos de los personajes, de recorrer las calles de Kabul como si en verdad lo hubiera hecho alguna vez. He levantado la vista hacia el infinito contemplando un cielo lleno de cometas de colores que danzan al ritmo del viento helador de una mañana de invierno. Me he maravillado con su baile hasta que me ha dolido el cuello de mirar hacia arriba. He podido corretear y esconderme entre callejones de la mano de dos niños que poco imaginan de la crueldad del ser humano. He vivido la paz en Afganistán. Y el horror de la guerra también. He sentido el odio de sus gentes, su desesperanza, y he emprendido el viaje a la redención de un hombre atormentado por su propia cobardía. He sentido su impotencia, sus lágrimas corriendo por mis mejillas. El desgarrador sentimiento de querer recuperar una vida que ya se fue, atada a la cuerda de una cometa, llevándose consigo aquellos tiempos de paz e inocencia.
Gracias Khaled Hosseini, ahora sólo me queda rezar para que las cometas vuelvan a surcar los cielos de Kabul.
Sara